jueves, 10 de octubre de 2013

Pimienta (Naguib Mafhuz)


Diferencias personales en el Premio Nobel

Este año el Nobel fue una cachetada con guante blanco, ya que como se esperaba se premia a una autora de lengua inglesa, pero que se encuentra muy lejos de la gran tradición norteamericana y que reconoce la trayectoria de la literatura en Canadá. Este premio nos lleva a pensar que no habrá otro galardonado en lengua inglesa muy pronto, pero también que la gran tradición norteamericana estará un poco lejos de ser galardonada. Yo no conozco por méritos personales a la cuentista Alice Munro (ni tampoco conocía a Transtömer ni a Müller), y debo decir que tampoco me parezca que existan argumentos sólidos para decir que es una de las grandes voces de la literatura inglesa de nuestro tiempo, por lo que me parece más una forma indirecta de galardonar a la tradición de la Norteamérica en el sentido más amplio sin caer en el lugar común. A veces la elección es afortunada, y salva a escritores del olvido para darles un lugar mucho mejor que se merecen, pero a veces la Academia simplemente se equivoca y los galardonados solamente son recordados por las instituciones vinculadas al Nobel. De la ganadora no sabremos a qué categoría pertenece hasta que la leamos. 
En lugar de repetir los enormes cuestionamientos que siempre tiene el Nobel de Literatura, debemos recuperar los buenos hallazgos (y tal vez deberíamos preguntarnos si no hay que crear otro premio que galardone a escritores más cercanos a nuestro corazón). Sin embargo, un gran momento fue cuando se premió a Nagui Mafhuz, escritor egipcio que es muy disfrutable y vale mucho la pena leer. Tal vez lo conozca indirectamente por El callejón de los milagros, película mexicana rescatable con Salma Hayek que es una adaptación de una novela suya. La vida cotidiana del Cairo, dura y entrañable, es uno de sus principales temas. Su narración es ágil y con breves descripciones que nos trasmiten el bullicio y la vida de su ciudad, sus imágenes son bellas y ligadas a la rica tradición árabe. Sin duda recuperarlo fue un acierto y no sería tan popular sin el Nobel, por lo cual recordamos que la vocación del Premio es traer a nosotros esos escritores que de otra manera no tendrían esa repercusión a nivel mundial. 
Disfruten de este cuento, crítico sobre su sociedad y que nos permite dibujar mejor la complicada situación que pasa ese país, cuna de la civilización, en estos difíciles años. 

Pimienta

En el café “La Felicidad” hay muchas cosas interesantes. Una de ellas, Pimienta, un chico de doce años o poco más. Su verdadero nombre es Taha Sanqar, pero se le conoce por Pimienta. Está en el café desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, para acercar la candela a los que quieren fumar un narguilé.
Ya se sabe que los motes no son injustificados, pero éste está especialmente bien puesto: el muchacho es vivo, ágil, acude como una avispa antes de que el cliente haya acabado de llamarlo. No para en todo el tiempo de moverse ni de hablar.
Trabaja allí desde hace un año por una piastra al día, además de su narguilé, y una taza de té por la mañana y otra después de la comida. Con esto está más que satisfecho. Se siente orgulloso cada vez que piensa que se gana el sustento y puede disponer de una piastra; así que, como él dice: “Yo, feliz y contento”.
No por eso cree que está todo hecho. Su meta inmediata está en el día en que el patrón lo autorice a llenar y servir los narguilés, trabajo que supone el ascenso de “chico” a “mozo”... después... ¡Quién puede predecir adónde llegará!
Consecuente con su ambición, ejercita sin parar sus cuerdas vocales, voceando las consumiciones. Y es que en un café popular una buena garganta es tan importante como en una academia de canto.
Una de las cosas que más le gustan a Pimienta del café “La Felicidad” es la tertulia de estudiantes que se reúne allí las tardes de los días de fiesta y en vacaciones. Se acomodan en un rincón. Charlan. Juegan al chaquete. Beben té y jengibre. Son gentes del pueblo, pobres, igual que los demás clientes, pero los estudios se les han subido a la cabeza; se sienten superiores y mantienen las distancias. Han dejado de vestir el yillab, aunque alguno siga llevando calzado de madera.
Se reúnen a pasar el rato. Mientras sorben su té o su jengibre, uno cualquiera de ellos lee en alto un periódico vespertino. Los otros lo escuchan. A continuación se lanzan a comentarlo y discutirlo larga y apasionadamente.
Una tarde Pimienta entendió por primera vez lo que decían, y se llevó una gran alegría. Acababan de leer, entre otras cosas, la noticia del juicio incoado contra un alto funcionario acusado de corrupción.
Automáticamente se encendieron los comentarlos...
- ¡Este ha caído en manos de la ley por casualidad! ¡Hay otros muchos que deberían estar en la cárcel, pero la justicia hace la vista gorda!
...y fueron haciéndose más directos y menos contenidos:
- El mal no está sólo en los funcionarios; hay otros... ya me entienden, peores y todavía más canallas. ¡En este país, si estuviera bien equilibrada la balanza de la Justicia, estarían llenas las cárceles y vacíos los palacios!
Rivalizaban en sacar a relucir nombres, en despellejarlos y en rebozarlos por el lodo, con voces alteradas, fuera de sí:
- Fíjense en Fulano, sin ir más lejos... ¿saben cómo ha amasado su inmensa fortuna?... (y acto seguido enumeraban los atropellos y los robos con que había conseguido hacer dinero. Se daban tantos detalles que parecía estar contándolo el propio secretario o administrador del interesado).
No dejaron de hacer la disección de ningún personaje importante. Las vidas se interpretaban a gusto del consumidor. Se barajaban defectos. La frase que servía de trampolín era:
- ¿Y saben cómo ha amasado su fortuna Fulano?...
Todo lo demás salía después.
Uno de ellos concluyó, furibundo:
- ¡En este país el robo está permitido!
Pimienta entendió la frase sin dificultad, aunque había sido dicha en lengua culta. Le gustó. Una pasión enterrada revivió en su interior: ¡Qué bien suena eso de que éste es un país de ladrones! ¡Caramba, de modo que el robo está permitido aquí! Pimienta... lleva lo de robar en la sangre; ha sido criado a pechos del robo. Es a lo que está acostumbrado desde la cuna: su madre, que trabaja como vendedora de manzanas, se dedica en los ratos libres a “encontrar” alguna que otra gallina “perdida”, y su padre, el tío Sanqar, vendedor ambulante de cacahuetes, es muy aficionado a llevarse la ropa tendida en los patios, y tiene una habilidad especial para escurrir el bulto. A pesar de todas estas “ayudas”, la familia no prospera.
Aquella noche tuvo un final desagradable para Pimienta. Cuando volvió a su casa, mejor dicho a la habitación donde vivían todos, encontró a su madre levantada todavía, preocupada y desconsolada, rodeada de sus hijas, llorosas. El chico se asustó al encontrarse con aquello. Antes de darle tiempo a preguntar, su madre le explicó: “Un policía se ha llevado a tu padre”. Pimienta comprendió la situación. Se acercó a su hermana mayor, y ésta le dijo algo más: que lo habían denunciado por robar unas camisas y unos calzones, y que se lo habían llevado a la comisaría. Después de un momento de silencio añadió que, por lo menos, tenía cárcel para unos cuantos meses, o quizá años.
Pimienta no veía a su padre casi nunca: por la noche ya estaba dormido cuando éste volvía de sus vagabundeos, y por la mañana salía para el café antes de que su padre se hubiese levantado. A pesar de esto, contagiado por el ambiente, se puso triste y lloró.
De pronto recordó lo que había oído por la tarde y se acercó a contárselo a su madre:... que el país estaba lleno de ladrones, y que el robo era legal... La mujer no estaba para fantasías; lo apartó, le chilló agriamente que se callara, y acabó pegándole una bofetada.
Al despertar a la mañana siguiente, Pimienta había olvidado el día anterior; como si hubiese nacido de nuevo. Se fue para el café, con su paso rápido, sin distraerse.
No era la primera vez que metían a su padre en la cárcel.

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