lunes, 7 de octubre de 2013

La muerte de Artemio Cruz (Carlos Fuentes)

Sobre el premio Nobel de Literatura

Es la semana del Nobel, evento que cada año no puede dejarse de lado. Aunque el desprestigio se ha hecho presente numerosas veces debido a sus propias menciones y omisiones, seguirá siendo una referencia para las personas que pretenden enterarse un poco del ambiente literario pero al parecer nunca premiará a los hombres que transformaron la literatura desde sus cimientos por las condiciones propias en las cuales escribieron sus obras o simplemente por la nacionalidad o condición social a la que pertenecen. 
Las omisiones de la Academia Suecas son múltiples: Tolstoi, Joyce, Cortázar, Conrad, Borges y Cioran por mencionar a los más importantes. Las razones son de lo más variado: al no poder ser otorgado a escritores póstumos, hay una gran cantidad de importantes autores que quedan fuera ya que no fueron populares sino hasta mucho después de su muerte (Kafka o Proust por ejemplo). Tampoco debemos olvidar que es un premio político, por lo que posiciones incómodas a la Academia no serían consideradas (como Pound por su opinión frente a Mussolini, Borges frente a sus posiciones poco claras de las dictaduras en Argentina y Chile o Heinrik Ibsen por sus mordaces críticas a la sociedad noruega). La omisiones de Tolstoi y de Nabokov son simplemente inexplicables. 
También las elecciones tienen que ver con las deficiencias propias de la Academia Sueca: pocos especialistas en el español hacen que apenas 11 premios fueran de escritores de lengua española, en promedio poseen 64 años aquellos que reciben el premio, después de ser galardonados con el Nobel seis ganadores fueron incluidos en la Academia Sueca. Curiosamente 26 premios Nobel fueron dados a autores de lengua inglesa, la que posee la mayor cantidad de premios. Ningún autor brasileño ha sido galardonado con el Nobel, y Saramago ha sido el único en lengua portuguesa. Solamente dos autores japoneses (Yasunari Kawabata y Kenzaburo Oe), dos chinos (Mo Yan y Gao Xingjian) y un árabe (Naguib Mafuz) han recibido el premio. Sartre lo rechazó e hizo bien, ya que es mucho más importante su papel en la historia de la filosofía a pesar de que La Náusea está muy bien escrita (mi animadversión por Albert Camus la trataremos en otro momento). Como ven, las omisiones de deben principalmente a que no hay un auténtico compromiso de la Academia Sueca por equilibrar la calidad literaria con el cosmopolitismo, aunque han existido momentos afortunados (García Márquez). 
Es un hecho que no veremos ni a Huellebecq ni a Dylan ni a Murakami, por mucho que lo quiera el público. Posición más incómoda será omitir a Pynchon, a Roth o a McEwan, pero al parecer así será. La vida no es justa. Afortunadamente lo único que debemos hacer para disfrutar de las grandes obras omitidas por la Academia es hacer a un lado la lista y ponernos a leer tanto a los omitidos como a los ganadores que realmente lo merecen, por lo que esta semana nos dedicaremos a esa tarea. 
Hoy les propongo a otra de las omisiones: Carlos Fuentes. A pesar de su acercamiento al mundo cosmpopolita desde los años sesenta, de ser el gran representante de la cultura mexicana ante todo el orbe y de tener una obra que merece por la trayectoria el premio, lo cierto es que se esfumaron cuando desafortunadamente murió hace más de un año. Sus obras, de temática centrada en México, nos permite acercarnos a un país que existe pero que a veces nos cuesta trabajo imaginar. Un ejemplo es La muerte de Artemio Cruz, indispensable ahora que la Revolución resurge de sus cenizas y regresa su Partido anquilosado por las formas viejas y autoritarias del viejo régimen. Un libro que a la luz de la nostalgia del pasado vale la pena volver a revisar. 
En este pasaje narra cómo Artemio Cruz se roba a su primera esposa.  


La muerte de Artemio Cruz [fragmento]

[...]

TÚ no sabrás, no entenderás por qué Catalina, sentada a tu lado, quiere compartir contigo ese recuerdo, ese recuerdo que quiere imponerse a todos los demás: ¿tú en esta tierra, Lorenzo en aquélla?, ¿qué es lo que quiere recordar?, ¿tú con Gonzalo en esta prisión?, ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña?: no sabrás, no entenderás si tú eres él, si él será tú, si aquel día lo viviste si él, con él, él por ti, tú por él. Recordarás. Sí, aquel último día tú y él estuvieron juntos —entonces no vivió aquello él por ti, o tú por él, estuvieron juntos— en aquel lugar. Él te preguntó si iban juntos hasta el mar; iban a caballo; te preguntó si irían juntos, a caballo, hasta el mar: te preguntará dónde iban a comer y te dijo —te dirá— papá, sonreirá, levantará el brazo con la escopeta y saldrá del vado con el torso desnudo, sosteniendo en alto la escopeta y las mochilas de lona. Ella no estará allí. Catalina no recordará eso. Por eso tú tratarás de recordarlo, para olvidar lo que ella quiere que tú recuerdes. Ella vivirá encerrada y temblará cuando él regrese, por unos días, a la ciudad de México, a despedirse. Si sólo regresara a despedirse. Ella lo cree. Él no lo hará. Tomará el vapor en Veracruz, se irá. Se iría. Ella deberá recordar esa alcoba donde los humores del sueño pugnan por permanecer aunque el aire de la primavera entre por el balcón abierto. Ella deberá recordar las camas separadas, los cuartos separados, las cabeceras de seda, las sábanas revueltas de los dos cuartos separados, la depresión de los colchones, la silueta persistente de los que durmieron en esas camas. Ella no podrá recordar las ancas de la yegua, semejantes a dos joyas negras, lavadas por el río legamoso. Tú sí. Al cruzar el río, tú y él distinguirán en la otra ribera un espectro de tierra levantado sobre la fermentación brumosa de la mañana. Esa lucha de la manigua oscura y el sol ardiente se incorporará en un reflejo doble de todas las cosas, en un fantasma de la humedad abrazada a la reverberación. Olerá a plátano. Será Cocuya. Catalina nunca sabrá qué fue, qué es, qué será Cocuya. Ella se sentará a esperar al borde del lecho, con el espejo en una mano y el cepillo en la otra, desganada, con el sabor de bilis en la boca, decidiendo que permanecerá así, sentada, con la mirada perdida, sin ganas de hacer nada, diciéndose que así la dejan siempre las escenas: vacía. No: sólo tú y él sentirán los cascos del caballo sobre la tierra porosa de la ribera. También, al salir del agua, sentirán la frescura mezclada con el hervor de la selva y mirarán hacia atrás: ese río lento que remueve con dulzura los líquenes de la otra orilla. Y más lejos, al fondo del sendero de tabachines en flor, pintado de nuevo, el casco de la hacienda de Cocuya asentado sobre una explanada sombreada. Catalina repetirá: —Dios mío, no merezco esto; levantará el espejo y se preguntará si eso es lo que verá Lorenzo cuando regrese, si regresa: esa deformidad creciente del mentón y el cuello. ¿Se dará cuenta de las arrugas disfrazadas que empezarán a correrle por los párpados y las mejillas? Verá en el espejo otra cana y la arrancará. Y tú, con Lorenzo a tu lado, te internarás en la selva. Verás frente a ti la espalda desnuda de tu hijo, que también alternará las sombras del manglar con los rayos granulados del sol que atravesará el tupido techo de ramas. Las raíces nudosas de los árboles romperán la costra de la tierra, se asomarán bravas y torcidas, a lo largo del sendero abierto por el machete. Un sendero que en poco tiempo volverá a enredarse de lianas. Lorenzo trotará erguido, sin mover la cabeza, chicoteando los flancos de la yegua para espantar a las moscas zumbonas. Catalina se repetirá que no le tendrá confianza, no le tendrá confianza si no la ve como antes, como cuando era niño, y se recostará con un gemido, con los brazos abiertos, con la mirada nublada y dejará escapar de los pies las zapatillas de seda y pensará en su hijo, tan parecido al padre, tan delgado, tan oscuro. Tronarán las ramas secas bajo los cascos y se abrirá la llanura blanca con sus copetes de caña ondulante. Lorenzo apretará las espuelas. Volteará el rostro y sus labios se separarán en una sonrisa que llegará a tus ojos acompañada de un grito de alegría y el brazo levantado: brazo fuerte, piel oliva, sonrisa blanca como las de tu juventud: tú recordarás tu juventud por él y por estos lugares y no querrás decirle a Lorenzo cuánto significa para ti esta tierra porque de hacerlo quizás forzarías su afecto: recordarás para recordar dentro del recuerdo. Catalina, sobre la cama, recordará las caricias infantiles de Lorenzo, desde los días duros de la muerte del viejo Gamaliel, recordará al niño arrodillado junto a ella, con la cabeza recostada sobre el regazo de la madre, mientras ella lo llamaba alegría de su vida, porque antes de que él naciera no, había sufrido mucho, y sin poder decirlo, porque ella tenía deberes sagrados y el niño la miraba sin comprender: porque, porque, porque. Tú traerás a Lorenzo a vivir aquí para que aprenda a querer esta tierra por sí mismo, sin necesidad de que tú le expliques los motivos del cariñoso empeño con que habrás reconstruido las paredes incendiadas de la hacienda y abierto al cultivo los suelos de la llanura. No porque, sin porque, porque. Saldrán al sol. Tú tomarás el sombrero de anchas alas, te lo pondrás sobre la cabeza. El viento arrancado por el galope a la atmósfera quieta y reverberante te llenará la boca, los ojos, la cabeza: Lorenzo se adelantará, levantando un polvo blanco, por el camino abierto entre los plantíos y detrás de él, al galope, tú tendrás la seguridad de que ambos sienten lo mismo: la carrera ensancha las venas, hace que la sangre fluya, alimenta el poder de la vista, la abre sobre esta tierra ancha y saviosa, tan distinta de las mesetas, de los desiertos que conocerás, parcelada en grandes cuadros, rojos, verdes, negros, punteada de altas palmeras, turbia y honda, olorosa a excrementos y cáscaras de fruta, que devuelve sus sentidos labrados a los sentidos despiertos, exaltados de tu hijo y de ti mismo, tú y tu hijo que corren velozmente y salvan del torpor todos los nervios, todos los músculos olvidados del cuerpo. Tus espuelas rayarán el vientre del overo, hasta sangrarlo: sabrás que Lorenzo quiere carrera. Su mirada interrogante cortará las frases de Catalina. Ella se detendrá, se preguntará hasta dónde puede llegar, se dirá que es cuestión de tiempo, de ir desvelando las razones poco a poco, sí, hasta que él las entienda bien. Ella sentada en el sillón y él a sus pies, con los brazos recargados sobre las rodillas. La tierra tronará bajo los cascos; tú agacharás la cabeza, como si quisieras acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras, pero hay ese peso, ese peso del yaqui que será recostado, boca abajo, sobre las ancas de la misma bestia, el yaqui que alargará un brazo para prenderse a tu cinturón: el dolor te adormecerá: el brazo y la pierna te colgarán inertes y el yaqui seguirá abrazándote la cintura y gimiendo con el rostro congestionado: se sucederán los túmulos de roca y ustedes marcharán cobijados por las sombras, en el cañón de la montaña, descubriendo valles interiores de piedra, hondas barrancas que descansan sobre cauces abandonados, caminos de abrojos y matorrales: ¿quién recordará contigo? ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña? ¿Gonzalo contigo en este calabozo?:

[...]

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