viernes, 4 de octubre de 2013

Los detectives salvajes (Roberto Bolaño)

Sobre lo relativo de la fama

La fama de Roberto Bolaño es relativa. Comienza a imponerse su presencia en los círculos literarios de hispanoamérica, aunque sin duda con muchas reservas. No me parece un autor popular en el sentido en el cual no es leído por voluntad propia: es mucho más sencillo encontrar en el autobús a gente que lee a Nietzche o Cortázar, por no decir que solamente conozco a personas que han leído Los detectives salvajes como tarea y no de una manera gozosa. Por cierto que a muchos no les parece una lectura muy agradable. Y es que sin duda Bolaño no llegó a su madurez: su temprana enfermedad renal nos impidió conocer las obras que se hubieran desarrollado si la fama de la que ahora goza hubiera podido aprovecharla en vida. Las personas que opinan que los grandes escritores terminan su obra a pesar de la adversidad y que sus escritos son mejores por la precariedad de las condiciones en que las escribieron son simplemente estúpidas, por no hablar de inhumanas. 
Regresando a la novela, Los detectives salvajes posee algunos problemas que han hecho difícil su lectura a lo largo del tiempo. Habla de una época que se ha quedado ya atrás en la Ciudad de México: un momento en el cual el centro de la vida cultural giraba en torno a Octavio Paz y Víctor Flores Olea (que aunque a los más jóvenes no les parezcan familiares los nombres seguimos teniendo un poco esa estructura cultural gracias al grupo formado en Letras Libres y a la burocracia de la cultura en México liderada por el sucesor de Flores Olea, Rafael Tovar y de Teresa). Aunque la crítica de Bolaño en mordaz y sin miramientos, lo cierto es que la fama de las vacas sagradas que controlaban México en la década de los setenta y ochenta se ha diluido, y por tanto la lectura del libro en plenitud es cada vez más complicada. 
A la novela se le notan un poco las costuras. La influencia del Ulises de Joyce en diversos momentos (los monólogos interiores, los listados de referentes pictóricos) y de Rayuela de Cortázar (la estructura segmentaria de la novela, la presencia de fondo de París) pueden sentirse en distintos momentos, a tal punto que sin se conocen las referencias no parece una estructura muy original, aunque sí difícil de seguir. La construcción de los personajes en ciertos momentos es plana, subordinada a seguir la historia de Arturo Belano y Ulises Lima sin una justificación del uso de un nuevo punto de vista. Y a decir verdad le sobran bastantes páginas, por lo que sería una mejor novela si durara como doscientas cincuenta páginas menos. Sin duda la novela tiene importantes méritos, con algunos momentos muy memorables y divertidos, pero recordar ese México que ya se fue poco dice sobre el porqué ganó el Premio Herralde o el estudio a nivel internacional de referentes lejanos y locales. 
La fama es relativa, como decía. Los personajes de la novela y sus referencias han envejecido, pero la figura del mismo Bolaño también lo ha hecho. No recuerdo de quién era la anécdota, pero ya habiendo ganado el Herralde podían encontrarse vacías las firmas de libros del autor. Lo cierto es que su fama llegó después de su muerte y no la disfrutó en vida. Esa trágica coincidencia nos deja ver que no tenemos mucho respeto en general por el medio cultural, pero nos dice que a pesar de alcanzar la consagración probablemente no encontremos pronto ni fácilmente los medios para sobrevivir. La historia de Bolaño es la lucha contra el sistema hasta la tumba, pero tanto él como el mundo en que luchó han dejado de existir. El tiempo nos dirá si su fama es también pasajera o se quedará con nosotros algún tiempo su literatura. 
Muy por cierto, la fama de García Márquez y Vargas Llosa no deja de ser todavía más inexplicable, como si de un trato con el diablo se tratara...
En este fragmento, un abogado y editor español contrata a Belano en una situación muy particular. 

Los detectives salvajes [fragmento]


20. Xosé Lendoiro, Terme di Traiano, Roma, octubre de 1992. Fui un abogado singular. De mí se pudo decir, con igual tino: Lupo ovem commisisti que Alter remus aguas, alter tibi radat harenas. Sin embargo yo prefería ceñirme al catuliano noli pugnare duobus. Algún día mis méritos serán reconocidos.
Por aquellos tiempos viajaba y hacía experimentos. El ejercicio de la carrera de letrado o jurisperito me proporcionaba ingresos suficientes como para dedicarme con largueza al noble arte de la poesía. Unde habeos quaerit nemo, sed oportet habere, lo que en buen romance quiere decir que nadie pregunta de dónde procede lo que posees, pero es preciso poseer. Algo consustancial si uno quiere dedicarse a su vocación más secreta: los poetas se embelesan ante el espectáculo del dinero.
Pero volvamos a mis experimentos: éstos consistían, digamos, en un primer impulso, sólo en viajar y observar, aunque pronto me fue dado saber que lo que inconscientemente pretendía era la consecución de un mapa ideal de España. Hoc erat in votis, éstos eran mis deseos, como dice el inmortal Horacio. Por supuesto, yo sacaba una revista. Era, si se me permite decirlo, el mecenas y el editor, el director y el poeta estrella. In petris, herbis vis est, sed maxima verbis: las piedras y las hierbas tienen virtudes, pero mucho más las palabras.
Mi publicación, además, desgravaba, lo que la hacía bastante llevadera. Para qué ponerme pesado, los detalles en poesía sobran, ésa ha sido siempre mi máxima, junto con Paulo maiora canamus: cantemos cosas un poco más grandes, como decía Virgilio. Hay que ir directo al meollo, al hueso, a la sustancia. Yo tenía una revista y tenía un bufete de legistas, picapleitos y leguleyos con una cierta fama nada inmerecida y durante los veranos viajaba. La vida me sonreía. Un día, sin embargo, me dije: Xosé, ya has estado en todo el mundo, incipit vita nova, es hora de que marches por los caminos de España, aunque no seas el Dante, es hora de que marches por las rutas de esta España nuestra tan golpeada y sufrida y sin embargo aún tan desconocida.
Soy un hombre de acción. Dicho y hecho: me compré una roulotte y partí. Vive valeque. Recorrí Andalucía. Qué bonita es Granada, qué graciosa es Sevilla, Córdoba qué severa. Pero debía profundizar, ir a las fuentes, doctor en leyes y criminalista como era no debía descansar hasta encontrar el camino justo, el ius est ars boni et aequi, el libertas est potestas faciendi id quod facere iure licet, la raíz de la aparición. Fue un verano iniciático. Me repetía a mí mismo: nescit vox missa reverti, la palabra, una vez lanzada, no puede retirarse, del dulce Horacio. Como abogado esa afirmación puede tener sus bemoles. Pero no como poeta. De ese primer viaje volví acalorado y también algo confuso.
No tardé en separarme de mi mujer. Sin dramatismos y sin hacerle daño a nadie, pues afortunadamente nuestras hijas ya eran mayores de edad y tenían el discernimiento suficiente para comprenderme, sobre todo la mayor. Quédate con la casa y con el chalet de Tossa, le dije, y no se hable más. Mi mujer, sorprendentemente, aceptó. El resto lo pusimos en manos de unos abogados en los que ella confiaba. In publicis nihil est lege gravius: in privatis firmissimum est testamentum. Aunque no sé por qué digo esto. Qué tiene que ver un testamento con un divorcio. Mis pesadillas me traicionan. En cualquier caso legum omnes servi sumus, ut liben esse possimus, que quiere decir que ante la ley todos somos esclavos para poder ser libres, que es el ideal mayor.
De golpe, mis energías rebulleron. Me sentí rejuvenecer: dejé de fumar, por las mañanas salía a correr, participé con ahínco en tres congresos de jurisprudencia, dos de ellos celebrados en viejas capitales europeas. Mi revista no se hundió, bien al contrario, los poetas que bebían de mi afluente cerraron filas en manifiesta simpatía. Verae amicitiae sempieternae sunt, pensé con el docto Cicerón. Después, en claro exceso de confianza, decidí publicar un libro con mis versos. Me salió cara la edición y las críticas (cuatro) me fueron adversas, salvo una. Todo lo achaqué a España y a mi optimismo y a las leyes inflexibles de la envidia. Invidia ceu fulmine summa vaporant.
Cuando llegó el verano cogí la roulotte y decidí dedicarme a vagabundear por las tierras de mis mayores, es decir por la umbrosa y elemental Galicia. Partí con el ánimo sereno, a las cuatro de la mañana, y recitando entre dientes sonetos del inmortal e incordiador Quevedo. Ya en Galicia me dediqué a recorrer las rías y a probar sus mostos y a conversar con sus marineros, pues natura máxime miranda in minimis. Después enfilé hacia las montañas, hacia la tierra de las meigas, fortalecida el alma y los sentidos abiertos. Dormía en campings, pues me advirtió un sargento de la Guardia Civil que era peligroso acampar por libre, a orillas de caminos vecinales o comarcales transitados, sobre todo en verano, por gente de mal vivir, gitanos, rapsodas y juerguistas que iban de una discoteca a otra por las neblinosas sendas de la noche. Qui amat periculum in illo peribit. Por lo demás, los campings no estaban mal y no tardé en calcular el caudal de emociones y de pasiones que en tales recintos podía encontrar y observar y hasta catalogar con la vista puesta en mi mapa.
De esta manera, hallándome en uno de estos establecimientos, ocurrió lo que ahora se me figura como la parte central de mi historia. O al menos como la única parte que conserva intacta la felicidad y el misterio de toda mi triste y vana historia. Mortalium nemo est felix, dice Plinio. Y también: felicitas cui praecipua fuerit homini, non est humani iudici. Pero debo ir al grano. Estaba en un camping, ya lo he dicho, por la zona de Castroverde, en la provincia de Lugo, en un lugar montañoso y pletórico en boscajes y matorrales de toda especie. Y leía y tomaba notas y acaudalaba conocimientos. Otium sine litteris mors est et homini vivi sepultura. Aunque puede que yo exagerara. En una palabra (y seamos sinceros): me aburría de muerte.
Una tarde, mientras paseaba por una zona que para un paleontólogo debía de ser sin duda interesante, ocurrió la desgracia que a continuación voy a referir. Vi bajar del monte a un grupo de campistas. No se necesitaba demasiado entendimiento para, tras ver sus caras conmocionadas, comprender que había ocurrido algo malo. Los detuve con un ademán e hice que me dieran el parte. Resultó que el nieto de uno de ellos se había caído por un pozo o sima o grieta del monte. Mi experiencia de abogado criminalista me dijo que había que actuar de inmediato, facta, non verba, así que mientras la mitad de la partida seguía su camino al camping, yo y el resto trepamos por la abrupta colina y llegamos a donde, según ellos, había ocurrido la desgracia.
La grieta era profunda e insondable. Uno de los campistas dijo que su nombre era Boca del Diablo. Otro aseguró que los lugareños afirmaban que allí, en efecto, moraba el demonio o una de sus figuraciones terrenales. Pregunté el nombre del niño desaparecido y uno de los campistas respondió: Elifaz. La situación era extraña de por sí, pero tras la respuesta se tornó francamente amenazadora, pues no todos los días una grieta se traga a niño de tan singular nombre. ¿Conque Elifaz?, dije o susurré. Ése es su nombre, dijo el que había hablado. Los demás, oficinistas y funcionarios incultos de Lugo, me miraron y no dijeron nada. Soy un hombre de pensamiento y reflexión, pero también soy un hombre de acción. Non progredi est regredi, recordé. Me aproximé, pues, al brocal de la grieta y voceé el nombre del niño. Un eco siniestro fue toda la respuesta que obtuve. Un grito, mi grito, que las profundidades de la tierra me devolvieron convertido en su reverso sangriento. Un escalofrío me recorrió el espinazo, pero para disimular creo que me reí, dije a mis compañeros que sin duda aquello era profundo, sugerí la posibilidad de que, atando todos nuestros cinturones, confeccionáramos una rudimentaria cuerda para que uno de nosotros, el más delgado, por supuesto, bajara y explorara los primeros metros de la sima. Conferenciamos. Fumamos. Nadie secundó mi propuesta. Al cabo de un rato, aparecieron los que habían seguido hasta el camping con los primeros refuerzos y los implementos necesarios para el descenso. Homo fervidus et diligens ad omnia est paratus, pensé.
Atamos a un muchachón de Castroverde todo lo bien que pudimos y mientras cinco hombres hechos y derechos sostenían la cuerda, el mozo, provisto de una linterna, comenzó a bajar. Pronto desapareció de nuestra vista. Desde arriba, nosotros le gritábamos ¿qué ves? y desde la profundidad nos llegaba, cada vez más débil, su respuesta: ¡nada! Patientia vincit omnia, advertí y volvimos a insistir. Por no ver, no veíamos ni siquiera la luz de la linterna aunque esporádicamente las paredes de la cueva más próximas a la superficie se iluminaban con un breve chorro de luz, como si el muchachón enfocara por sobre su cabeza para calcular cuántos metros llevaba descendidos. Fue entonces, mientras comentábamos lo de la luz, que oímos un aullido sobrehumano y todos nos asomamos al pozo. ¿Qué ha pasado?, gritamos. El aullido volvió a repetirse. ¿Qué ha pasado? ¿Qué has visto? ¿Lo has encontrado? Nadie, desde el fondo, nos respondió. Unas mujeres se pusieron a rezar. No supe si escandalizarme o profundizar en el fenómeno. Stultorum plena sunt omnia, señaló Cicerón. Un pariente de nuestro explorador pidió que lo izáramos. Los cinco que sujetaban la cuerda fueron incapaces de hacerlo y tuvimos que ayudarlos. El grito que provenía del fondo se repitió varias veces. Finalmente, tras denodados esfuerzos, logramos traerlo a la superficie.
El muchacho estaba vivo y exceptuando algunas magulladuras en los brazos y los vaqueros destrozados no parecía herido. Para mayor tranquilidad, las mujeres le tocaron las piernas. No tenía ningún hueso roto. ¿Qué viste?, le preguntó su pariente. El muchacho no quiso contestar y se llevó las manos a la cara. En ese momento hubiera debido imponer mi autoridad e intervenir, pero mi situación de espectador me mantenía, cómo decirlo, hechizado ante el teatro de sombras y de gestos inútiles. Otros repitieron, con ligeras variantes, la pregunta. Recordé tal vez en voz alta que occasiones namque hominem fragilem non faciunt, sed qualis sit ostendunt. El muchachón, sin duda, era un carácter débil. Le dieron a beber un sorbo de coñac. No opuso resistencia y bebió como si en ello le fuera la vida. ¿Qué viste?, repitió el grupo. Entonces el muchacho habló y sólo lo escuchó su pariente, el cual volvió a hacerle la misma pregunta, como si no diera crédito a lo que sus oídos habían escuchado. El mozo respondió: vi al diablo.
A partir de ese momento la confusión y la anarquía se apoderaron del grupo de rescate. Quot capita, tot sententiae, unos dijeron que desde el camping se había telefoneado a la Guardia Civil y que lo mejor que se podía hacer era esperar. Otros preguntaron por el niño, si el muchachón lo había visto en algún momento del descenso o si lo había escuchado y la respuesta fue negativa. Los más se dedicaron a inquerir sobre la naturaleza del demonio, si lo había visto de cuerpo entero, si sólo su rostro, cómo era, de qué color, etcétera. Rumores fuge, me dije y contemplé el paisaje. Entonces, con otro grupo procedente del camping, apareció el vigilante y el grueso de las mujeres, entre las cuales estaba la madre del desaparecido, quien tardó en enterarse del suceso, anunció a quien quiso escucharla, pues había estado mirando un concurso en la tele. ¿Quién está abajo?, preguntó el vigilante. En silencio le fue indicado el muchachón que aún reposaba en la hierba. La madre, inerme, se acercó en ese instante a la boca de la cueva y gritó el nombre de su hijo. Nadie le respondió. Volvió a gritar. Entonces la cueva aulló y fue como si le respondiera.
Algunos palidecieron. La mayoría se alejó del pozo, temerosos de que una mano de niebla fuera a salir de repente para llevárselos hacia las profundidades. No faltó quien dijera que allí vivía un lobo. O un perro salvaje. A todo esto ya había anochecido y las linternas de cámping gas y las linternas de pila competían en una danza macabra cuyo centro magnético era la herida abierta del monte. La gente lloraba o hablaba en gallego, lengua que mi desarraigo me ha hecho olvidar, señalando con trémulos ademanes la boca de la sima. Aquí no se podía decir cáelo tegitur qui non habet urnam. La Guardia Civil no aparecía. Se imponía, pues, una decisión, aunque el desconcierto era total. Entonces vi al vigilante del camping que se ataba la cuerda en la cintura y comprendí que se disponía al descenso. Lo confieso: su actitud me pareció encomiable y me acerqué a felicitarlo. Xosé Lendoiro, abogado y poeta, le dije mientras estrechaba efusivamente una de sus manos. Él me miró y sonrió como si nos conociéramos de antes. Luego, entre la expectación general, procedió a bajar por aquel pozo infame.
Si he de ser sincero, yo y muchos de los que allí nos congregábamos nos temimos lo peor. El vigilante del camping descendió hasta que se acabó la cuerda. Llegado a este punto todos pensamos que volvería a subir y por un instante, me parece, él tironeó desde abajo y nosotros tironeamos desde arriba y la búsqueda se estancó en una serie innoble de confusiones y gritos. Intenté poner paz, addito salis grano. Si no hubiera tenido la experiencia de los juzgados, aquella brava gente me hubiera echado de cabeza al pozo. Al final, sin embargo, me impuse. Con no poco esfuerzo, conseguimos comunicarnos con el vigilante y descifrar sus gritos. Pedía que soltáramos la cuerda. Así lo hicimos. A más de uno se le heló el corazón al ver desaparecer dentro de la sima el trozo de cuerda que aún sobresalía, como la cola de un ratón en las fauces de una serpiente. Nos dijimos que el vigilante, sin duda, debía de saber lo que hacía.
De golpe, la noche se hizo más noche y el agujero negro, si cabe, se hizo más negro, y quienes minutos antes, llevados por su impaciencia, daban breves paseíllos a su alrededor, dejaron de hacerlo pues la posibilidad de tropezar y ser tragados por la sima se materializó como se materializan a veces los pecados. De vez en cuando del interior escapaban aullidos cada vez más ahogados, como si el diablo se retirara hacia las profundidades de la tierra con sus dos presas recién cobradas. En nuestro grupo de superficie, demás está decirlo, circulaban sin tregua las hipótesis más aventuradas. Vita brevis, ars longa, occasio praeceps, experimentum periculosum, iudicium difficile. Había quienes no paraban de consultar el reloj, como si el tiempo en esta aventura jugara un papel determinante. Había quienes fumaban en corro y quienes atendían a las parientes del niño perdido afectadas por lipotimias. Había quienes maldecían a la Benemérita por su tardanza. De pronto, mientras miraba las estrellas, pensé que todo aquello se parecía sobremanera a un cuento de don Pío Baroja leído en mis años de estudiante de Derecho en la Universidad de Salamanca. El cuento se llama La sima y en él un pastorcillo es tragado por las entrañas de un monte. Un zagal baja, bien atado, en su busca, pero los aullidos del diablo lo disuaden y vuelve a subir sin el niño, a quien no ha visto pero cuyos gemidos de herido son claramente audibles desde el exterior. El cuento termina con una escena de impotencia absoluta, en donde el miedo derrota al amor o al deber e incluso a los vínculos familiares: ninguno del grupo de rescate, compuesto, bien es verdad, por rudos y supersticiosos pastores vascos, se atreve a descender tras la historia balbuceante que cuenta el primero, que dice, no lo recuerdo con certeza, haber visto al diablo o haberlo sentido o intuido o escuchado. In se semper armatus Furor. En la última escena, los pastores regresan a sus casas, incluido el atemorizado abuelo del niño, y durante toda la noche, una noche de viento, supongo, escuchan un lamento que sale de la sima. Ése es el cuento de don Pío. Un cuento de juventud, creo, en donde su prosa excelsa aún no ha desplegado del todo las alas, pero un buen cuento, pese a todo. Y eso fue lo que pensé mientras a mis espaldas las pasiones humanas fluían y mis ojos contaban las estrellas: que la historia que estaba viviendo era idéntica a la del cuento de Baroja y que España seguía siendo la España de Baroja, es decir una España en donde las simas no estaban cegadas y en donde los niños seguían siendo imprudentes y cayéndose en ellas y en donde la gente fumaba y se desmayaba de manera y modo un tanto excesivos y en donde la Guardia Civil, cuando se la necesitaba, no aparecía nunca.
Y entonces escuchamos un grito, no un aullido inarticulado sino palabras, algo así como eh, los de arriba, eh, cabrones, y aunque no faltó el fantasioso que dijo que se trataba del demonio quien, aún no ahíto, quería llevarse a uno más, el resto nos asomamos al borde de la sima y vimos la luz de la linterna del vigilante, un haz semejante a una luciérnaga perdida en la conciencia de Polifemo, y preguntamos a la luz si estaba bien y la voz que había tras la luz dijo muy bien, os voy a tirar la cuerda, y escuchamos un ruido apenas perceptible en las paredes del pozo, y tras varios intentos fallidos la voz dijo tiradme vosotros otra cuerda, y poco después, atado de la cintura y de las axilas, izamos al niño desaparecido, cuya irrupción por no esperada fue festejada con llantos y risas, y cuando hubimos desatado al niño tiramos la cuerda y subió el vigilante y el resto de aquella noche, lo recuerdo ahora que ya no espero nada, fue una fiesta ininterrumpida, O quantum caliginis mentibus nostris obicit magna felicitas, una fiesta de gallegos en la montaña, pues los campistas eran funcionarios u oficinistas gallegos y yo era hijo también de aquellas tierras y el vigilante, al que llamaban El Chileno pues ésa era su nacionalidad, también descendía de esforzados gallegos y su apellido, Belano, así lo indicaba.
[...]



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