martes, 8 de octubre de 2013

La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada (Gabriel García Márquez)

Filias y fobias del Premio Nobel 

Las apuestas por el Nobel siguen abiertas, por lo que dedicaremos otro día a hablar de este interesante tema. Las apuestas llaman la atención por lo heterogéneo de su contenido, aunque también muchas veces son más acertados en su calidad literaria que en el mismo premio. Y es que al final no debemos olvidar que también el Premio Nobel es un premio político, y no deben de herirse susceptibilidades cuando se otorga. 
Fue por eso que el Nobel a García Márquez fue uno de los momentos más importantes en la historia de la literatura mundial. Sin lugar a dudas durante toda la historia de Latinoamérica desde la Colonia Española se ha realizado Literatura que debía ser parte de la Tradición, pero nunca fue reconocida por los académicos europeos simplemente por omisión, en un momento en el cual el centro de todas las discusiones debía ser Europa. Y nosotros mismos lo hemos creído. No es que minimice los grandes logros de la cultura europea, pero lo cierto es que extensas partes de Latinoamérica han sido excluidos culturalmente sin posibilidad de comulgar con el resto del mundo. Esa situación cambió radicalmente desde la llegada de la generación de García Márquez.
Al escritor colombiano sin duda no le faltan méritos. Es uno de los grandes narradores de la literatura mundial y utiliza el simbolsimo y el lenguaje como muy pocos escritores a lo largo de los siglos. Con su estilo único trasmite de manera muy particular la historia de una Latinoamérica explotada y empobrecida, presa de sus propias pasiones y del abuso de Europa y América. Ese paradigma se comienza a romper con la llamada "Generación del Boom", donde llegan los escritores latinoamericanos a las grandes discusiones literarias, aunque en realidad ya se ha perdido el centro y poco a poco las antiguas instituciones de la llamada "cultura occidental" han sido sustituidos por un mundo más complejo y más real.
No soy fanático de las novelas de García Márquez, aunque los méritos de Cien Años de Soledad son innegables y es un libro que vale la pena leer. Pero este cuento largo es especialmente seductor y refleja la dureza de los temas que aborda, por lo que sin duda pasarán un momento agradable y reflexivo durante la lectura. Déjense llevar por su manejo del lenguaje. Buen viaje.


La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y su abuela desalmada [fragmento]

[...]

Al cabo de una larga estancia en aquel primer pueblo, la abuela tuvo suficiente dinero para comprar un burro, y se internó en el desierto en busca de otros lugares más propicios para cobrarse la deuda. Viajaba en unas angarillas que habían improvisado sobre el burro, y se protegía del sol inmóvil con el paraguas desvarillado que Eréndira sostenía sobre su cabeza. Detrás de ellas caminaban cuatro indios de carga con los pedazos del campamento: los petates de dormir, el trono restaurado, el ángel de alabastro y el baúl con los restos de los Amadises. El fotógrafo perseguía la caravana en su bicicleta, pero sin darle alcance, como si fuera para otra fiesta.
Habían transcurrido seis meses desde el incendio cuando la abuela pudo tener una visión entera del negocio.
– Si las cosas siguen así –le dijo a Eréndira– me habrás pagado la deuda dentro de ocho años, siete meses y once días.
Volvió a repasar sus cálculos con los ojos cerrados, rumiando los granos que sacaba de una faltriquera de jareta donde tenía también el dinero, y precisó:
– Claro que todo eso es sin contar el sueldo y la comida de los indios, y otros gastos menores. Eréndira, que caminaba al paso del burro agobiada por el calor y el polvo, no hizo ningún reproche a las cuentas de la abuela, pero tuvo que reprimirse para no llorar.
– Tengo vidrio molido en los huesos –dijo.
– Trata de dormir.
– Sí, abuela.
Cerró los Ojos, respiró a fondo una bocanada de aire abrasante, y siguió caminando dormida.
Una camioneta cargada de jaulas apareció espantando chivos entre la polvareda del horizonte, y el alboroto de los pájaros fue un chorro de agua fresca en el sopor dominical de San Miguel del Desierto. Al volante iba un corpulento granjero holandés con el pellejo astillado por la intemperie, y unos bigotes color de ardilla que había heredado de algún bisabuelo. Su hijo Ulises, que viajaba en el otro asiento, era un adolescente dorado, de ojos marítimos y solitarios, y con la identidad de un ángel furtivo. Al holandés le llamó la atención una tienda de campaña frente a la cual esperaban turno todos los soldados de la guarnición local. Estaban sentados en el suelo, bebiendo de una misma botella que se pasaban de boca en boca, y tenían ramas de almendros en la cabeza como se estuvieran emboscadas para un combate. El holandés preguntó en su lengua:
– ¿Qué diablos venderán ahí?
– Una mujer –le contestó su hijo con toda naturalidad–. Se llama Eréndira.
– ¿Cómo lo sabes?
– Todo el mundo lo sabe en el desierto –contestó Ulises.
El holandés descendió en el hotelito del pueblo. Ulises se demoró en la camioneta, abrió con dedos ágiles una cartera de negocios que su padre había dejado en el asiento, sacó un mazo de billetes, se metió varios en los bolsillos, y volvió a dejar todo como estaba. Esa noche, mientras su padre dormía, se salió por la ventana del hotel y se fue a hacer la cola frente a la carpa de Eréndira.
La fiesta estaba en su esplendor. Los reclutas borrachos bailaban solos para no desperdiciar la música gratis, y el fotógrafo tomaba retratos nocturnos con papeles de magnesio. Mientras controlaba el negocio, la abuela contaba billetes en el regazo, los repartía en gavillas iguales y los ordenaba dentro de un cesto.
No había entonces más de doce soldados, pero la fila de la tarde había crecido con clientes civiles. Ulises era el último.
El turno le correspondía a un soldado de ámbito lúgubre. La abuela no sólo le cerró el paso, sino que esquivó el contacto con su dinero.
– No hijo –le dijo–, tú no entras ni por todo el oro del moro. Eres pavoso.
El soldado, que no era de aquellas tierras, se sorprendió.
– ¿Qué es eso?
– Que contagias la mala sombra –dijo la abuela–. No hay más que verte la cara.
Lo apartó con la mano, pero sin tocarlo, y le dio paso al soldado siguiente.
– Entra tú, dragoneante –le dijo de buen humor–. Y no te demores, que la patria
te necesita.
El soldado entró, pero volvió a salir inmediatamente, porque Eréndira quería hablar con la abuela. Ella se colgó del brazo el cesto de dinero y entró en la tienda de campaña, cuyo espacio era estrecho, pero ordenado y limpio. Al fondo, en una cama de lienzo, Eréndira no podía reprimir el temblor del cuerpo, estaba maltratada y sucia de sudor de soldados.
– Abuela –sollozó–, me estoy muriendo.
La abuela le tocó la frente, y al comprobar que no tenía fiebre, trató de consolarla.
– Ya no faltan más de diez militares –dijo.
Eréndira rompió a llorar con unos chillidos de animal azorado. La abuela supo entonces que había traspuesto los límites del horror, y acariciándole la cabeza la ayudó a calmarse.
– Lo que pasa es que estás débil –le dijo–. Anda, no llores más, báñate con agua de salvia para que se te componga la sangre. Salió de la tienda cuando Eréndira empezó a serenarse, y le devolvió el dinero al soldado que esperaba. "Se acabó por hoy", le dijo. "Vuelve mañana y te doy el primer lugar". Luego gritó a los de la fila:
– Se acabó, muchachos. Hasta mañana a las nueve.

[...]

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