Algunos estudiosos afirman que la lectura de Herman Hesse pertenece a los días de juventud temprana y que con el paso del tiempo queda evidente que no es un escritor que vale la pena volver a revisar. Sin duda yo no podría estar más en desacuerdo con esta opinión, ya que aunque es verdad que los temas del escritor alemán están fuertemente vinculados con las inquietudes de aquellos que no han alcanzado la edad adulta, lo cierto es que los temas que cuestiona son universales y la manera de tratarlos hace que generación tras generación redescubra su obra y vuelva a considerarla valiosa.
Aunque no siempre es evidente, uno de los grandes temas de la literatura occidental es su fascinación por la cultura oriental (representada desde el estudio de los pintores impresionistas por los grabado provenientes de japón hasta el interés de muchos jóvenes y ya no tan jóvenes por la animación de ese país). Este interés se muestra en la obra que sugerimos hoy de Hesse, donde se nota su conocimiento sobre la historia del Buda (parcial pero acorde con la disponibilidad de recursos que se tenía en esa época, muy diferente a los manantiales de información que tenemos hoy); aunque también poco a poco se deja ver su propia opinión sobre su personaje principal: su enorme escepticismo sobre las convenciones y vicios de este mundo (de los cuáles se puede presumir proviene su enigmática sonrisa), su desfachatez a romper todo aquello que se piensa sobre él y en general sobre el cómo deben de funcionar las cosas en el mundo (recayendo la pesada carga de seguir las reglas de la sociedad en su amigo Govinda), la capacidad que tiene para cometer errores que incluso nosotros consideraríamos graves sin por ello aparentemente caer en el error (como en el hermoso pasaje de su compañera Kamala), o tan solo la capacidad para actuar con autoridad y buen juicio en las más diversas circunstancias, encontrando al final todo vacío y sin sentido tal como concluyen otros actores místicos (como el caso de Quoholet en el Eclesiastés bíblico). La capacidad de Hesse para trasmitir con economía y belleza todos estos conceptos lo hace un gran maestro de la literatura universal, y es por ello que regresamos el día de hoy a esta obra (ya regresaremos a otras más adelante).
En este pasaje Siddharta habla con Govinda, en un paseo para pedir alimentos, sobre el tiempo que han pasado con los samanas (ascetas de los bosques que viven en la pobreza y la meditación buscando la iluminación).
Siddharta [fragmento]
[...]
- ¿Qué piensas, Govinda? - inquirió Siddharta con ocasión de una de estas salidas -. ¿Crees que hemos adelantado? ¿Hemos logrado algún fin?
Govinda contestó:
- Hemos aprendido y seguiremos aprendiendo. Tú serás un gran samana, Siddharta. Has aprendido rápidamente todos los ejercicios y a menudo has dejado admirado a los viejos samanas. Algún día serás un santo, Siddharta.
Y Siddharta replicó:
- No soy de la misma opinión, amigo. Lo que hasta el día de hoy he aprendido de los samanas, Govinda, lo hubiera podido aprender más rápidamente y con mayor sencillez en otro lugar. Se puede aprender en cualquier taberna de un barrio de prostitutas, amigo mío, entre arrieros y jugadores.
Govinda exclamó:
- Siddharta, ¿quieres burlarte de mí? ¿Cómo hubieras podido aprender el arte de abstraerte, de contener la respiración, de insensibilizarte contra el hambre y el dolor allí, entre aquellos miserables?
Y Siddharta dijo en voz baja, como si hablara consigo mismo:
- ¿Qué significa el arte de ensimismarse? ¿Qué es el abandono del cuerpo? ¿Qué representa el ayuno? Qué se pretende al detener la respiración? Se trata de huir del yo. Es un breve escaparse del dolor de ser yo, una breve narcosis contra el dolor y el absurdo de la vida. La misma huida, la misma breve narcosis que encuentra el arriero en el albergue cuando bebe algunas copas de aguardiente de arroz o leche de coco fermentada. Entonces ya no siente su yo, ya no experimenta los dolores de la vida; en aquel momento ha encontrado una breve narcosis. Dormido sobre una copa de aguardiente de arroz alcanza lo mismo que Siddharta y Govinda después de largos ejercicios: escapar de su cuerpo y permanecer en el no - yo. Así sucede, Govinda.
Govinda repuso:
- Así hablas, amigo, y sin embargo sabes que Siddharta no es ningún arriero y que un samana no es un borracho. Verdad es que el borracho se encuentra en su narcosis, alcanza una breve huida y un descanso, pero regresa de la vana ilusión y se haya igual; no se ha hecho más sabio, no ha ganado conocimientos.
Siddharta declaró sonriente:
- No lo sé, nunca he estado borracho. Pero sí sé que yo, Siddharta, en mis ejercicios y en el arte de ensimismarse sólo encuentro una breve narcosis, y me hallo tan alejado de la sabiduría y de la redención como cuando era niño, en el vientre de mi madre. Govinda, esto puedo afirmarlo.
[...]
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