Vivir en este mundo no es fácil. Si teniendo soltura económica, educación y estabilidad social se tiene que enfrentar a la muerte, la soledad y la incomprensión de nuestros congéneres; lo cierto es que sin dinero estamos condenados a la catástrofe. Es lo que se llama la condición humana. No por ello debemos tirarnos a llorar, condescendientes, de nuestra trágica situación en este mundo y esperar la muerte (aunque algunos de mis amigos piensen que es la manera en la que me gusta pasar mis ratos libres); sin embargo, debemos de ser bien conscientes de que nuestra alegría y esperanza son armas para enfrentar la vida, no condiciones inherentes al mundo que terminarán de recompensar a quien lo merece y castigar a quien no de acuerdo con nuestros ridículos parámetros de moralidad. Lo cierto es que el mundo no es justo.
Uno de los mejores ejemplos de esta tesis es el autor que revisaremos el día de hoy. No entraré en los detalles de la vida y la muerte de Kennedy Toole, basta con leer los prólogos de las dos novelas que logró escribir en su corta vida y que escribieron personas que conocieron a la madre del autor para darse una buena idea de lo ilógico y mediocre que es la sociedad de cualquier país. Baste decir para este texto que se suicidó por no conseguir medios suficientes para vivir de manera digna, por no decir que fue recompensado por el enorme genio y talento que poseía para escribir y para analizar el mundo. Porque lo cierto es que era un genio.
Basta revisar las primeras páginas de La conjura de los necios para comprobarlo, aunque toda la novela tiene una calidad homogénea a pesar de ciertas escenas que son mucho más memorables. Pero los méritos del novelista son muchos: haber logrado conjuntar de manera creíble las situaciones más divertidas y disparatadas del Nuevo Orleans de finales los años cincuenta con la tradición más clásica de la literatura universal (como sus citas constantes a Boecio y Platón en los escritos del personaje principal, Ignatius O´Really), hacer de manera mordaz pero con elegancia una crítica a la sociedad rígida norteamericana frente a sus propios vicios (al hablar de la segregación racial por las historias de los personajes secundarios, la discriminación que sufre su personaje principal por la falta de empleo y en general por no seguir las convenciones sociales), siempre tener un toque de humor en cada escena cayendo en ocasiones en el mal gusto pero sin perder nunca la armonía de la narración.
Y es que el gran mérito de la novela es hacernos entrañable a un personaje que rompe con todas las convenciones sociales. Ingatius O´Really es un personaje gordo, de aspecto no muy agradable, de costumbre higiénicas cuestionables, pedante, grosero, antipático, déspota, mentiroso, abusivo y flojo; y aún así nos parece encantador y nos muestra cómo la sociedad lo hace a un lado por razones estúpidas y poco fundadas. El conformismo de aquellos que le rodean está dibujado de manera magistral, especialmente encarnados en el personaje de la madre de O´Really, una mujer conservadora que no sabe cómo deshacerse de su hijo a pesar del amor que le profesa. Personajes complejos en situaciones cómicas de los que vale la pena no perderse ni una página.
Sin embargo, la crítica de Kennedy Toole a la sociedad tuvo un final trágico: no se le puede ganar al sistema. A pesar de su genio sólo era un profesor pobre de literatura que de acuerdo con los estándares de las editoriales no debe ser tomado en cuenta, a pesar de haber escrito una obra maestra. De su suicidio somos culpables todos por haber creado sociedades incapaces de premiar el mérito y de vivir auténticamente en lugar de simularlo todo; aunque la red es sin duda una gran bendición donde tal vez podamos disfrutar de autores con talento parecido que no nos llegan por las vías convencionales. Kennedy Toole no tuvo tanta suerte, y siempre quedará la sombra de si pudo haber sido el mayor novelista del siglo veinte.
En este fragmento, Ignatius se detiene en una empresa que maneja carritos de salchichas para saciar su apetito, después de haber sido despedido de su empleo en una fábrica de jeans de mezclilla.
La conjura de los necios [fragmento]
Vendedores Paraíso, Incorporated, se albergaba en lo que antes había sido un taller de reparación de automóviles, en la oscura planta baja de un edificio comercial de la calle Poydras, desocupado, por lo demás. Las puertas del garaje solían estar abiertas, obsequiando al transeúnte con un aroma acre a salchichas hirviendo y a mostaza, y a cemento impregnado durante muchos años por los lubricantes y aceites de motor que habían goteado y manado de Harmons y Hupmobiles. El intenso hedor de Vendedores Paraíso, Incorporated, llevaba a veces al sobrecogido y perplejo transeúnte a mirar por la puerta abierta hacia la oscuridad del garaje. Allí, sus ojos se topaban con una flota de grandes salchichas de lata instaladas sobre ruedas de bicicleta. No es que fuese una colección de vehículos demasiado impresionante. Varios de los salchichomóviles estaban llenos de abolladuras. Había una salchicha estrujada, de costado, su única rueda colocada horizontal encima, víctima del tráfico.
Entre los transeúntes vespertinos que pasaban apresurados delante de Vendedores Paraíso, Incorporated, pasó arrastrándose lentamente una figura impresionante: Ignatius. Se detuvo ante el estrecho garaje, aspiró los humos de Paraíso con gran placer sensorial. Sus protuberantes pelos nasales analizaron, catalogaron, categorizaron y clasificaron los distintos aromas, la salchicha, la mostaza, el lubricante. Aspiró profundamente, preguntándose si detectaba también o no, un olor más sutil, el aroma leve de los panecillos. Luego miró las manos de blancos guantes de su reloj de pulsera Ratón Mickey y comprobó que sólo hacía una hora que había comido. Aun así, aquellos aromas intrigantes estaban haciéndole salivar activamente.
Entró en el garaje y miró por allí. En un rincón había un viejo que hervía salchichas en una enorme olla, cuyo tamaño empequeñecía el hornillo de gas sobre el que se asentaba.
—Disculpe, caballero —dijo Ignatius—. ¿Venden ustedes al detalle?
Los ojos acuosos del viejo se volvieron hacia el enorme visitante.
—¿Qué quiere usted?
—Me gustaría comprar una de sus salchichas. Tienen un aroma delicioso. Quería saber si me vendía usted una.
—Desde luego.
—¿Puedo elegirla? —preguntó Ignatius, asomándose al borde de la olla.
Las salchichas silbaban y bailaban en el agua hirviendo como paramecios artificialmente coloreados, vistos desde un gigantesco microscopio. Ignatius se llenó los pulmones de aquel aroma amargo y picante.
—Me imaginaré que estoy en un restaurante elegante y que esto es la charca de las langostas.
—Tome, sáquela con este tenedor —dijo el hombre, entregándole a Ignatius una especie de lanza doblada y corroída—. Y procure no tocar el agua con las manos. Es como ácido. Fíjese cómo ha dejado el tenedor.
—Caramba —dijo Ignatius al viejo, después de haber dado el primer mordisco—. Son fuertes, eh. ¿Qué ingredientes tienen?
—Caucho, cereal, tripa. ¿Quién sabe? Yo no me atrevo a comerlas, la verdad.
—Resultan curiosamente atractivas —dijo Ignatius, carraspeando—. Me pareció que las vibrisas de mi nariz detectaban algo único cuando pasaba por ahí fuera.
Ignatius masticaba con una ferocidad beatífica, estudiando una cicatriz que tenía el viejo en la nariz y oyéndole silbar.
—¿Eso que silba es de Scarlatti? —preguntó al fin.
—Bueno, yo creo que es Turkey in the Straw.
—Tenía la esperanza de que conociese usted la obra de Scarlatti. Fue el último músico —añadió Ignatius, reanudando su furioso ataque a la gran salchicha—. Con sus evidentes dotes musicales, podría dedicarse usted a algo de más mérito.
Ignatius siguió masticando mientras el viejo reanudaba su monótono silbar. Luego, dijo:
—Sospecho que piensa usted que Turkey in the Straw es algo auténticamente norteamericano. Pues bien, no lo es. Es una abominación discordante.
—No me parece que eso tenga mucha importancia.
—¡Tiene muchísima, caballero! —chilló Ignatius—. Venerar cosas como Turkey in tbe Straw es la raíz misma de nuestros problemas actuales.
—¿Pero de dónde demonios sale usted? ¿Qué quiere?
—¿Cuál es su opinión sobre una sociedad que considera Turkey in the Straw como uno de los pilares de su cultura?
—¿Quién piensa eso? —preguntó el viejo irritado. —Todo el mundo. Sobre todo los cantantes populares y los profesores de tercer grado. Hay hoscos pregraduados y párvulos que están cantándolo siempre, como hechiceros. —Ignatius eructó—. Creo que tomaré otra de esas deliciosas salchichas.
Tras la cuarta salchicha, Ignatius repasó labios y bigote con su majestuosa lengua color rosa y le dijo al viejo:
—No recuerdo haberme sentido tan satisfecho en mucho tiempo. He tenido suelte al encontrar este lugar. Me espera un día preñado de infinitos horrores. Estoy sin trabajo en este momento e intentando encontrarlo. Y es como si me hubiese lanzado a buscar el Santo Grial. Llevo ya una semana deambulando por el barrio comercial. Carezco, al parecer, de alguna perversión especial que buscan los patronos de hoy.
—No tiene suerte, ¿eh?
—Bueno, he contestado sólo a dos anuncios esta semana. Hay días que estoy absolutamente desquiciado ya cuando llego a la Calle Canal. Esos días puedo darme por satisfecho si tengo ánimos bastante para entrar en un cine. En realidad, he visto ya todas las películas que ponen en el centro y, dado que todas son lo suficientemente ofensivas como para que se mantengan en cartelera indefinidamente, la semana que viene se presenta particularmente lúgubre.
El viejo miró a Ignatius y luego miró aquella enorme olla, el hornillo de gas, los carros abollados. Al fin, dijo:
—Yo puedo darle trabajo aquí.
—Muchísimas gracias —-dijo Ignatius en tono condescendiente—. Pero aquí no podría trabajar. Este garaje es muy húmedo y yo soy propenso a las afecciones respiratorias, entre varias otras.
—Pero no trabajaría usted aquí, hijo. Yo digo como vendedor.
—¿Qué? —aulló Ignatius—. ¿Todo el día en la calle, expuesto a la lluvia y a la nieve?
—Aquí no nieva, hijo.
—Sí que nieva, pocas veces, pero nieva. Lo más probable es que se pusiera a nevar en cuanto saliera yo a la calle arrastrando uno de esos carros. Seguro que me encontrarían tirado en el arroyo, con todos mis orificios llenos de carámbanos, y los gatos callejeros echados sobre mí para aprovechar el calor de mi último aliento. No, gracias, caballero. He de irme. Ahora recuerdo que tengo una cita.
[...]
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