Recordamos algunas personas que ya tenemos cierta edad el famoso lema de los Expedientes Secretos X. Yo no sé si existe vida extraterrestre y si está en contacto con nosotros, pero lo que hay en el fondo de estas afirmaciones es importante: no debemos ensoberbecernos ante los flacos y limitados logros de la razón pensando que nuestro pensamiento es el único posible y la única verdad. En este relato, Arthur C. Clarke nos recuerda que la verdad está allá afuera, que la podemos buscar y que esa búsqueda nos devuelve la humanidad y el sentido de vida. La figura del Centinela es sin duda una de las más importantes del siglo veinte, una de las creaciones geniales del autor y un ejemplo de cómo el arte puede dar un golpe de timón y demostrarnos una verdad profunda.
El centinela [fragmento]
[...]
Era mi turno de preparar el desayuno en el ángulo de la cabina
principal que servía como cocina. Pese a los años transcurridos,
recuerdo con extrema claridad aquel momento, porque la radio acababa
de transmitir una de mis canciones preferidas, la vieja tonada gala
David de las Rocas Blancas. Nuestro conductor estaba ya fuera,
embutido en su traje espacial, inspeccionando los vehículos oruga.
Mi asistente, Louis Garnett, en la cabina de control, escribía algo
relativo al trabajo del día anterior en el diario de a bordo.
Como cualquier ama de casa terrestre mientras esperaba a que las
salchichas se cocieran en la sartén dejé que mi mirada vagase sobre
las montañosas paredes que cercaban el horizonte por la parte sur,
prolongándose hasta perderse de vista por el este y por el oeste.
Parecían no estar a más de tres kilómetros del tractor, pero sabía
que la más próxima estaba a treinta kilómetros. En la Luna, por
supuesto, las imágenes no pierden nitidez con la distancia, no hay
ninguna atmósfera que atenúe, difumine o incluso transfigure los
objetos lejanos, como ocurre en la Tierra.
Aquellas montañas se elevaban hasta tres mil metros, surgiendo
abruptas de la llanura como si alguna erupción subterránea las
hubiera hecho emerger a través de la corteza en fusión. No se podía
ver la base ni siquiera de la más próxima, debido a la acusada
curvatura de la superficie, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y
el horizonte no estaba a más de tres kilómetros del lugar donde yo
me hallaba.
Levanté los ojos hacia los picos que ningún hombre había
escalado nunca, aquellos picos que, antes del nacimiento de la vida
sobre la Tierra, habían contemplado cómo se retiraba el océano,
llevándose hacia su tumba la esperanza y las promesas de un mundo.
El sol golpeaba los farallones con un resplandor que cegaba los ojos,
mientras que, un poco más arriba, las estrellas brillaban fijas en
un cielo más negro que la más oscura medianoche de invierno en la
Tierra.
Iba a girarme, cuando mi mirada fue atraída por un destello
metálico casi en la cima de uno de los grandes promontorios que
avanzaba hacia el mar, cincuenta kilómetros al oeste. Era un punto
de luz pequeñísimo carente de dimensiones, como si una estrella
hubiera sido arrancada del cielo por alguno de aquellos crueles
picos, e imaginé que una roca excepcionalmente lisa captaba la luz
del sol y me la reflejaba directamente a los ojos. Era algo que
sucedía a menudo. Cuando la Luna entra en el segundo cuarto, los
observadores de la Tierra pueden ver a veces las grandes cadenas
montañosas del Oceanus Procellarum, el Océano de las Tormentas,
arder con una iridiscencia blancoazulada debida al reflejo del sol en
sus laderas. Pero sentía la curiosidad de saber qué tipo de roca
podía brillar allá arriba con tanta intensidad, de modo que subí a
la torreta de observación y orienté nuestro telescopio hacia el
oeste.
Lo que vi fue suficiente para despertar mi interés. Los picos
montañosos, claros y nítidos en mi campo de visión, parecían no
estar a más de ochocientos metros de distancia, pero el objeto que
reflejaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para poder ser
identificado. Sin embargo, aunque no pudiera distinguirlo claramente,
sí podía darme cuenta de que estaba provisto de una cierta
simetría, y la base sobre la que se hallaba parecía extrañamente
plana. Estuve observando durante un buen rato aquel brillante enigma,
aguzando mi vista en el espacio, hasta que un olor a quemado
proveniente de la cocina me informó que las salchichas del desayuno
habían hecho un viaje de casi cuatrocientos mil kilómetros para
nada.
[...]